Cuando tenía unos seis años, descubrí que era muy útil asociar el efecto que me causaba la personalidad de ciertos niños y niñas con el comer una mandarina, por aquel entonces un acto intrincado y peligroso para mí. Es que las mandarinas tenían demasiadas pepas, aquellas que liberaban un sabor amargo si se masticaban; demasiada piel, que se acumulaba en las paredes de la boca; un tanto de carne, lo único que valía la pena; y un veneno que podía quemar las retinas, que la cáscara de este instrumento del demonio escupía si es que se doblaba y presionaba en dirección de los ojos de un ser humano.
truly gómez
08/25/11
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